Qué durísimo se hace incorporarse a la mundana realidad después de dos semanas de vacaciones en las que el sol, el mar y las personas a las que quieres han sido absolutas protagonistas de tu vida.
Pero todo acaba y hay que volver al trabajo…¡bendito trabajo! Porque, dadas las circunstancias, también es bueno saber que las vacaciones se te acaban porque debes regresar a tu rutina laboral, que no todo el mundo tiene esa suerte ahora mismo.
Me encanta Chipiona. Nunca me había gustado (ni disgustado) especialmente, pero desde que mis padres tienen casa allí mi amor por aquel pequeño pueblecito de la costa gaditana ha ido creciendo. Y sí, está masificado y lleno de sevillanos (como yo), pero tiene mucho encanto. Además, es pequeño, puedes ir a todas partes andando (hay otros pueblos cercanos demasiado grande para esos lujos: Rota, Sanlúcar, El Puerto…), tiene uno de los faros en activo más antiguos de España, hace menos calor que en Sevilla, es una delicia caminar por el paseo marítimo y es genial tomarse unos mojitos en el Picoco o en el nuevo Pub Irlandés.
Menos mal que podré seguir disfrutando del encanto chipionero los fines de semana que le restan al verano…eso y, por supuesto, alguno que otro en invierno, cuando en el pueblecito sólo están los de allí, los de siempre, y no hay masificación que valga, a pesar de que todo sigue igual, sólo que con más frío.
Y para disfrutar de dos largas semanas allí, tendré que esperar un año. Y, como dice mi madre, a partir de los 25 los años pasan volando. Así que no esperaré demasiado.
Se oye, se dice, se comenta…